Para la mayoría de los mortales los ascensores están ahí, han estado ahí toda la vida, y entramos y salimos de ellos sin darles ni la más mínima importancia. Nos transportan sin más, y no somos conscientes que, con toda probabilidad, son el mayor invento que jamás ha existido. Cerrad los ojos por un momento y pensad qué ocurriría si de repente desaparecieran. Los ascensores cambiaron nuestra vidas, la forma en la que trabajamos, la forma en la que nos desplazamos, la fisonomía de las ciudades, la estética de los edificios,… En definitiva: cambiaron el mundo.
Existen innumerables ejemplos de ascensores que se remontan a la antigüedad. Desde hace más de dos mil años, unos rudimentarios elevadores tirados por prisioneros, eran los encargados de subir a los gladiadores y a los animales a las arenas de los anfiteatros romanos de toda Europa. Dicen que el Emperador Nerón instaló también ascensores, tirados por un grupo de sus esclavos, en su majestuosa Domus Áurea en la colina del Monte Palatino. Incluso en el S.XVIII, Luis XV podía mantener encuentros extramatrimoniales con Madamme Pompadour gracias a uno de ellos, cuya función era unir sus estancias en Versailles.
Ascensores, hasta llegar a nuestros días, ha habido de muchos tipos. Hacia los años 1830 – 1840 los ascensores empezaron a funcionar gracias a las máquinas de vapor. La mayoría de ellos hacían las funciones de montacargas que, la verdad sea dicha, tenía escasas medidas de seguridad. Posiblemente por esa razón casi nunca había una persona que fuese lo suficientemente valiente como para que se atreviese a subir a uno de ellos, ya que corría el riesgo que se rompiese la rudimentaria cuerda donde estaba suspendida la cabina, y acabase cayendo al vacío. Hasta mediados del Siglo XIX hubo muchos heridos y muertos. Los pocos intrépidos que se atrevían a subir a semejantes artilugios, dejaron de hacerlo por miedo a morir.
Sabiendo el problema que tenían en aquel momento los ascensores, el ingeniero mecánico norteamericano Elisha Graves Otis, decidió establecerse por su cuenta tras trabajar en diferentes empresas de la ciudad de Nueva York. Ideó un sistema de seguridad consistente en unas cuñas colocadas en las guías donde pasaba la cabina del ascensor, y que se ponían en funcionamiento si ocurría cualquier contratiempo con la cuerda. Su invento era increíblemente bueno, pero dado el miedo que sentía la población durante aquellos tiempos, solo vendió una unidad durante los primeros meses de vida de su empresa.
Así que ni corto ni perezoso, decidió que lo que realmente necesitaba la gente era poder ver in situ cómo funcionaba su sistema de seguridad: hizo una demostración para poder convencer al público que su invento era seguro. Para ello alquiló el Cristal Palace de Nueva York, construido para la Exposición Universal de 1853. Instaló uno de sus ascensores en medio del espectacular edificio de cristal, cargó la mercancía en el interior de la cabina y se subió él a la misma. Cuando estuvo todo el lugar bien concurrido de gente, el motor a vapor elevó el ascensor y al llegar a lo más alto… ordenó cortar la cuerda. El ascensor acabó cayendo uno pocos centímetros, pero el sistema de cuñas laterales consiguió frenar la caída y parar la caja del ascensor en seco.
Gracias a esta demostración, a la que asistieron la mayoría de los hombres de negocios de la ciudad, el 23 de marzo de 1857 se inauguró el primer ascensor público, que se instaló en los grandes almacenes Haughwout & Co de Broadway, para que recorriese las cinco plantas de las que constaba el edificio. El ascensor tuvo tanto éxito entre los habitantes de Nueva York, que acabaron visitando el edifico más personas para subir y bajar por el ascensor, que a comprar. A partir de ahí fue impresionante ver cómo se llegó a extender el invento por toda la ciudad. Mientras en Europa casi nadie conocía el sistema de seguridad del Sr. Otis, en Nueva York se llegaron a instalar más de 2000 ascensores en menos de 15 años.
¡Qué gran invento! ¡Sería imposible pensar en una ciudad sin ellos!